Título original La Piel que Habito
Año 2011
Duración 117 min.
País España
Director Pedro Almodóvar
Guión Pedro Almodóvar (Novela: Thierry Jonquet)
Música Alberto Iglesias
Fotografía José Luis Alcaine
Reparto Antonio Banderas, Elena Anaya, Marisa Paredes, Jan Cornet, Blanca Suárez, Bárbara Lennie, Eduard Fernández, Roberto Álamo, José Luis Gómez, Fernando Cayo, Susi Sánchez
Productora El Deseo S.A.
Valoración 4
Otro pésimo guión de Almodóvar, impecablemente dirigido por Pedro. Continuamos con el diagnóstico anterior: el capricho sin norte de su escritura le vuelve a jugar una abismal factura al deslumbrante director. LA PIEL QUE HABITO incide en la pasmante confusión creativa que el manchego abraza desde la olvidable LA MALA EDUCACIÓN. A excepción de VOLVER, el creador de HABLE CON ELLA no hace sino llevar hasta la barbarie el mal que le ha impedido acariciar la genialidad muchas otras veces: lo letalmente permisivo que se muestra para con ciertos mediocres recursos de guión, dentro de sus propias historias. Los renglones torcidos del Almodovar de la Olivetti, contra los que sucumbe la magistral caligrafía del Almodovar que dice “¡corten! en el plató.
En LA PIEL QUE HABITO se empecina en un forzado laberinto temporal de idas, venidas, testimonios a destiempo e infructíferos develamientos, cuando la portentosa historia que cuece entre sus manos está pidiendo a gritos una progresiva linealidad. A antojo de mal cubero, lo que hace es todo lo contrario, no ya evitándola, sino agrediéndola. Se confunde complejidad con desorden, y oscuridad con embrollo al no va más. El plato, además, se le vuelve a quedar muy frío, porque, debido a ese constante zancadilleo, las vueltas de tuerca que dirime la insólita relación entre los dos personajes centrales no están medidas, graduadas, hechas comprender y, sobre todo, estallar.
La historia de un cirujano con mucha perfidia acumula en su sabio bisturí y de la mujer brotada de ese malsano virtuosismo podría haber dado lugar a un memorable drama. Dos antítesis casi umbilicales condenadas a una pasión patológicamente perversa. La verosimilitud del seguimiento depende de lo bien descritos que debieren inscribirse en la pantalla los brutales vaivenes emocionales desde los que ambos parten, el uno hacia el otro. Esto sólo se logra en el primer tercio del film.
La presentación del personaje masculino principal es espléndida. Se le sabe adecuar a su contemplación negrura, inquietud, curioso misterio. Almodovar le persigue y, de su mano, el espectador accede al otro polo de atención que depara el relato. Al polo femenino apresado y anhelante. Los momentos que entrelazan las miradas no directas entre Robert Legrand y Vera, la mujer que permanece encerrada en una habitación de la mansión en la que él vive y lleva a cabo dudosos experimentos con piel humana, son profunda, bellamente turbadores. Los escritos en las paredes de la estancia de Vera aperciben de un lamento, de un disgusto, de una exclamación.
El autor de HABLE CON ELLA sabe explicitar sin afectaciones la difícil relación entre ambos. Le ayuda a tal menester el hallazgo escénico de la gran pantalla de televisión que Legrand dispone en su dormitorio para contemplar la belleza de la mujer recluida. El doctor la atisba con un afán que, pese a lo expresado por la excesiva contención de Antonio Banderas, dista mucho de ser el que presta a su microscopio. No cuesta advertir que la dependencia habida entre reclusa y celador está llamada a atracción, a convergir en destino tensamente entrecruzado.
A partir de la aparición de un fachoso personaje disfrazado de tigre, LA PIEL QUE HABITO se empeña, así lo quiere el afán mal zurcidor de quien la crea, en hacerse descosidos en la epidermis. Almodovar decide retornar a la madeja: esto es, a escribirse un surtidito impertinente de recovecos estrambóticos y, lo que es peor, a escenificarlos, y tolerarlos en el montaje final. El felinamente desbocado y obseso pelele interpretado por el pobre Roberto álamo da comienzo a la ceremonia de las evocaciones churriguerescas en las que el manchego parece complacido en rasgarse el garbo. Las rememoraciones de Marilia (Marisa Paredes), que atienden a emparejar al tigre con el cirujano son buena muestra de la constancia en esa nociva inutilidad.
Como consecuencia de ello, queda mermado el espacio que necesita la asimilación de la extraña, tornadiza cadencia contemplativa, reclamada por el proceso afectivo principal. La hondura del secreto mejor guardado es tan brutal que resulta del todo inconcebible asistir al desentendimiento con el que el realizador la castiga por dar cancha a ocurrencias que, de puro obstaculizantes, derivan en chisme. Es una pena advertir como Almodovar es capaz de ser exacto con lo más difícil y completamente irresponsable con lo accesorio. Le pierde su gusto por la morralla (el planito en Brasil con el niño, la quasi-orgiástica escena en el jardín, el cameo de Agustín Almodovar, las imágenes grabadas del robo, vistas por televisión o la irrupción de Fulgencio en el despacho con un periódico en la mano).
De resultas, ese tiempo perdido en banalidades de dudosa urgencia le pasa la cruenta factura de un oneroso atropello en el desenlace. Las distintas reacciones finales de Vera, en lugar de consecuentes con la revelación hecha y con el comportamiento contemplado, descarrilan en un apresurado atropello, que tiene más de chascarrillo folletinesco que de resolución melodramática de altura.
Eso sí, el film es escenográficamente bellísimo. Almodovar vuelve a impartir una lección absoluta de dirección tras la cámara. El manchego, ahí, es un impecable dermatólogo. Sabe ser guante de terciopelo para los exigentes antojos que le plantean sus arriesgadas intenciones creadoras. Hace mucho tiempo que, eso es irrefutable, el creador de ÁTAME, se ha convertido en un inconformista que denota un preclaro magisterio realizador. Sus planos acaudalan intencionalidad de obligado erizamiento.
La belleza formal del producto es incuestionable. Tanto la inmejorable, aquilatada, tupida fotografía de José Luis Alcaine como la refinada, envolvente y encrespada banda sonora de Alberto Iglesias se alían en una irreprochable subyugancia exterior que, desgraciadamente, Almodovar les cuaja en frío. El afamado director no se basta a sí mismo para aliviar las sangrantes heridas de un guión con la tersura hecha jirones. LA PIEL QUE HABITO es otro ejemplo de cine envuelto primorosamente, pero con el objeto empapelado roto, en estado de conservación inútil. Como si te regalan un frasco de Coco Chanel y cuando te lo fragancias en el cuello te das cuenta de que es Varon Dandy. Almodóvar no dará en el pleno hasta que no se deshabite el veneno que le doma la piel que le escribe.