El Nuevo Mundo Malick Portada

 

Título original The New World

Año 2005

Duración 133 min.

País USA

Director Terrence Malick

Guión Terrence Malick

Música Emmanuel Lubezki

Fotografía Ilya Dyomin

Reparto Colin Farrell, Q'orianka Kilcher, Christian Bale, Christopher Plummer, August Schellenberg, Wes Studi, Jonathan Pryce, David Thewlis, Noah Taylor

Productora New Line Cinema

Valoración 9

 

 

 

Bienaventurados todos los que aún tienen fe en la creación y en el arte de intentarla, para ellos –nosotros-, Malick en el año 2006, descubrió El Nuevo Mundo. El bicho más raro de la cinematografía norteamericana volvía a influirse de sí mismo, a plegarse a la única forma que conoce de concebir su tarea creadora. El autor de La Delgada Línea Roja retornaba al despojamiento icónico, a la exclusión de la historia en cuanto acontecimiento o sucesión de hechos, a imponer mudez arrebatada de estrépitos al fluido torrencial de luces, sombras, tintineos y contorsiones que depara la caligrafía sensoria de su no dramaturgia. Malick no se somete a clasicismo alguno. Niega la narración como única estrategia contadora. El inventa su propio lenguaje. A él nos remite, a él se entrega, con él formula, desde él fecunda.

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La osadía que aquí corona este rapsoda evangélico es la de integrarse en la Historia con mayúsculas legendarias para rescatar un instante de conocimiento verdadero. Para ello, el realizador se desmarca de lo sabido, de lo contado, de lo común, de lo que es voz unánime y contrastada. No se remonta a los orígenes de la civilización moderna norteamericana para devolvernos un ejercicio de afán categórico, certificante, relector, o empeñado en una velada traslación a nuestro tiempo.

No es El Nuevo Mundo un film histórico. Malick se sirve del episodio acontecido para sobrepasarlo con el alma, para pintar con suspiros la encrucijada de los personajes que lo sufrieron. No nos hallamos ante un producto de cine comercial al uso. Huya de él quien pretenda abordarlo con la pretensión manufacturada. Aquí se viene a alcanzar, a arrastrarse, a sustraerse de certidumbres preestablecidas, porque la ruta que nos marca el mapa dibujado por este pirata edénico no es de papiro ni de piel, es de luz y de agua que corre.

Así pues, alejados del canon historicista, impelidos a tirar por la borda cualquier anclaje en la tierra masacrada del cine de aventuras, este aprehensor de estímulos e impulsos se apodera de la existencia de la india Pocahontas, y, con ella, comete la delicadeza de cuestionarla como ser existido para adentrarla en un nuevo bautismo: el que la hace nacer en la versión de súbitas imprecisiones y escaramuzas que a el impecable innovador le urge crear. El personaje real se torna aquí irracional excusa. Sólo interesa en tanto que elemento catalizador de sugestión, de ingravidez, de fragilidad; cuestionador, por tanto, de la obsesión positiva y documentada como único aval desde el que iniciar una búsqueda en el pasado.

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De la mano palpitante de esta india mítica, a donde nos encaminamos es hacia el rescate de un encuentro, hacia la inauguración de una inédita armonía. Dos civilizaciones están a punto de colisionar, y Malick se esconde, se coloca, está ahí para recuperar el momento crucial de ese primer avistamiento, pero no con la intención de recrear el topetazo belicista entre la Europa racional, culta, adelantada, y la población nativa milenaria de las tierras que más tarde habrían de conformar el actual estado de Virginia, sino para captar la forma que tuvieron de mirarse, para acceder al brote primigenio de ese inicial descubrimiento mutuo. La Historia se desnuda, se diluye en pasmo, en asombro. No hay fecha posible que date la emoción de contemplarse primigeniamente.

El cineasta atisva la efemérides real con la perspectiva de un ave, desde lo alto, enmarcando el espacio existido a ras de un vuelo limpio y redimiente. Otea la Historia, porque está obligado a ello. Recorrerla es ineludible, mas no el someterse a los dictados de su inamovible dictado cierto. El cumplimento con los hechos pretéritos no es alardeado como objetivo, sino como coartada. Malick planea sobre la Historia para reivindicar su intromisión evocativa. Utiliza el hecho pretérito constatado como telón de fondo se su particularísima contemplación. Malick se desentiende del calendario para hacer la más hermosa reflexión hecha en cine sobre la primera mirada, la mirada de los que se descubren, la mirada nueva y única, la que ya nunca más habrá de ser.

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Sé que soy propenso a exageraciones (no me da la gana contenerme, pese a que debiera alguna que otra vez; no se fíen de mí, mas háganme caso), pero, créanme, los primeros noventa minutos de El Nuevo Mundo duelen de tan bellos. Malick, hay que reconocerlo, no da tregua a su exigencia conceptista, ni a su condensado, estático -no lento- proceder narrativo. Se muestra muy exigente con la atención que reclama por parte del espectador. Podría confundirse con morosidad su escrupuloso interés por explicitar la quietud como panorama desde el que acceder a la introspección de los seres que reclama su versión. Por eso no hay que extrañarse del esfuerzo que se nos solicita. Y de que más de uno no se lo dé.

Conviene, por tanto, visionar El Nuevo Mundo mecido por el rumor de sus primorosas imágenes. Podrán gozarse con plenitud las grandezas que nos obsequia este elogio al mirarse y al quererse con los ojos. Malick logra el milagro de exhibir el momento en el que dos personas distintas se despojan las extrañezas y se arremeten con los latidos. Las recíprocas incomunicaciones logran vincularse gracias a la inercia de sus cuerpos. Se tocan con las manos la pureza de su honestidad. Se persiguen entre la maleza, se acorralan en vaivenes, se comunican con el fervor de sus sentidas oraciones. El Nuevo Mundo adopta sin miedo, como dispositivo narrativo, la intangibilidad exaltada de una plegaria inocente y fervorosa. Así hay que entender la continuidad exclamativa de las constantes reflexiones que escuchamos voz en off.

Véanla. Admiren las primeras secuencias silentes y expectantes, en las que un mundo avenido milenariamente con la naturaleza presiente la invasión de otro más lejano y destructor. Y como éste, a su vez, responde también con mudez a la inminencia del develamiento de un confín ignoto. Toda la secuencia de la llegada de los barcos parece impelida por la gravidez de una gaviota, o por la paz del movimiento elevado y tembloroso de la rama de un árbol sorprendida por el viento. Inquiétense de la agreste incertidumbre que pesa sobre toda la secuencia que narra la expedición por el río del capitán Smith y su prendimiento. Vibren con todas las escenas que dan testimonio de su estancia en el poblado de la tribu, e impresiónense con las que muestran su retorno a la agonizante fortaleza.

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Y, por último, aprecien uno de los hallazgos más arrebatadores y profundos que Malick confiere al final de su film. Se nos depara la simetría perfecta. Descubrimos que la mirada lírica del autor escondía un reverso reflexivo y filosófico de un calado profundamente científico. Vale la pena hacer el esfuerzo de llegar a ese tramo y asistir al paseo del indio por la civilización. En sus postrimerías, El Nuevo Mundo gira sobre sí mismo, permite un trastoque de papeles, un repentino, sagaz, refinado y lúcido cambio de roles.

Ese nativo que pasea la cultivada y rectilínea profundidad verde de los jardines palaciegos evoca el asombro primero del inicio, pero transportado a la urbe moderna. Malick ha filmado un poema sobre la dignidad desnuda de los que fueron descubiertos. Les ha dado su cámara para que nos acerquemos a sus rostros y veamos cómo advirtieron ellos a quienes los iban a descubrir. De cómo presintieron que lo que otros bautizarían como "Nuevo Mundo", era ya, desde esa primer cara a cara, un mundo viejo que se iba a extinguir. " El Nuevo Mundo " concluye desvelándose como una alegoría oradora y visual de la historia de la Humanidad.

No ha de extrañarnos, pues, que quien se ha atrevido a interrogarse sobre el descubrimiento del hombre que conoce, de súbito, una nueva humanidad, eleve el misterio de esa interrogación hacia el origen mismo del universo. A lo mejor ahí está la raíz de El Árbol de la Vida (the tree of life), la última ganadora de la Palma de Oro de Cannes. Se me está haciendo muy pesada su espera.

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