Título: Moonrise Kingdom
Año 2012
Duración 94 min.
País USA
Director Wes Anderson
Guión Roman Coppola, Wes Anderson
Música Alexandre Desplat
Fotografía Robert D. Yeoman
Reparto Jared Gilman, Kara Hayward, Bruce Willis, Edward Norton, Bill Murray, Frances McDormand, Tilda Swinton, Jason Schwartzman, Bob Balaban, Harvey Keitel
Productora Focus Features / American Empirical Pictures / Indian Paintbrush
Valoración 9
Hace pocas semanas, con motivo del estreno de SOMBRAS TENEBROSAS, comentábamos el bajo estado de forma en el que se halla en la actualmente Tim Burton. Su último film certifica que el admirable creador de ED WOOD se encuentra embarullado en una madeja de autocomplacencia y vacuidad evidente, cansina y decepcionante.
Da pena asistir a como todo un baluarte del cine distinto, personal, reconocible, fértil y desmarcante se empeña en tropezar consigo mismo, con su estilo inimitable, con su intransferible sello creador y con la masacrante obligación de esa fidelidad a patrones ya exhaustos, agotados, más que vistos.. Burton es el problema de Burton y mientras no se recete con urgencia un gotero “desburtonizador” –esperemos que la próxima FRANKENWEENIE lo sea- vamos a tener Burton del fofoaburrido durante mucho tiempo.
El autor de EDUARDO MANOSTIJERAS es un claro ejemplo de brillante creador en estado de declive imparable, de tolerado agotamiento tras la consecución de ese codiciado hallazgo que es el sello propio.
Por fortuna para quienes anhelamos la presencia de indómitos “outsider”, a veces nos damos de maravilladas bruces con artesanos de la imagen que recorren el camino inverso. Esto es, creadores audiovisules en estado de magnífica elevación tras despojarse de ciertas tozudeces, vanidosas en exceso, que malogran su evidente categoría formal.
Hay cineastas que irrumpen en el panorama cinematográfico con un ansia desmedida por exhibir una marca incontestable. El norteamericano Wes Anderson es uno de ellos. MOONRISE KINGDOM es la soberbia certificación de que el estadounidense ha aprendido a domesticar con tacto, ternura y puntería su forma de concebir el Séptimo Arte. Su última propuesta demuestra que la humildad es la perfecta medicina para quienes tienen contraproducente tendencia a enrocarse en esa desmedida indulgencia que es el engreimiento con causa.
A falta de poder visionar su primer largometraje (BOTTLE ROCKET, 1996), quien esto escribe no puede más que confesar la profunda irritación que le provocaron las tres posteriores obras del realizador. Tanto ACADEMIA RUSHMORE (1998), como LOS TENNEBAUMS: UNA FAMILIA DE GENIOS (2001), como VIDA ACUÁTICA (2004) fueron desesperantes muestras de cine concebido para regusto del mimado ombligo de su creador y de sus colegas “riegracias” adyacentes. Era palmaria la constatación de que nos hallábamos frente a un potente pergeñador de un personalísimo universo personal, pero no era menos evidente que este universo no había forma humana de compartirlo.
Todo cambió hace cinco años con VIAJE A DARJEELING y, fundamentalmente, con el cortometraje que Anderson filmó para que fuera exhibido delante de ésta. HOTEL CHEVALIER, así lo tituló, era una auténtica pieza de cámara en la que readvertía que aquel había decidido despojarse de esa reiterada incomunicación autocomplaciente antes citada. Ambas producciones permitían albergar unas esperanzas que la memorable FANTÁSTICO MR. FOX se encargó de confirmar: el particular coto de inadaptados, extrañezas y autismos que habían venido caracterizando su obra anterior lograba seducir de una forma tan sorprendente como encandilante, dentro de un film que pasó muy injustamente desaparecido para el gran público.
De ahí que lo primero que cabe destacar de MOONRISE KINGDOM es que es una más que digna sucesora de esta última. Es más, se diría que es la confirmación de un gran cineasta, capacitado sobremanera para esa difícil tesitura que es la falsa sencillez expositiva. El film es una deliciosa fábula en la que lo ingenuo y lo profundo se funden magistralmente, dando como resultado una clamorosa extrañeza coqueta, turbia y acariciadora al mismo tiempo.
El argumento de MOONRISE KINGDOM es bien sencillo. En una pequeña isla de Nueva Inglaterra acaece la maquinada huida hacia parajes inhóspitos de dos pequeños enamorados. Son Sam y Suzie. Él es un chaval que está pasando sus vacaciones en un campamento de Boy Scouts, dentro del que tiene notorios problemas de aceptación por parte del resto de compañeros. Ella es la hija de un matrimonio que vive en un faro. Es una preadolescente, de comportamiento también aislado y poco extrovertido, que se pasa el día contemplando el mundo a través de sus prismáticos. Tras un encuentro fortuito, los dos sienten la necesidad de escaparse juntos a vivir una irrenunciable historia de amor. La película narra su escapada y todo el dispositivo que, tanto familiares, como autoridades policiales, como dirigentes y compañeros de campamento, organizan para su captura.
La película no es más que eso, pero, claro está, tamizado por la compleja inocencia contemplativa que impone el milimétrico candor expositivo con el que Anderson envuelve los hechos. El norteamericano asombra mediante la pasmosa facilidad con la que sabe hacer fluir la multitud de referencias cinematográficas, icónicas y narrativas que maneja, sin que en ningún momento se tenga la sensación de que se nos remita directamente a esos referentes. El tamiz Anderson funciona impecablemente permitiendo que su historia tenga una naturaleza absolutamente autónoma.
Su puesta en escena vuelve a fascinar como en sus tres obras inmediatamente anteriores. El calculado estatismo de todos los encuadres y reencuadres, la obsesión por las escenas en las que los personajes se mueven como si se hallaran dentro de una caja de muñecas, la rara contención con la que sabe capturar la especialísima singularidad de aquellos, la melancólica rigidez que acierta a imponer para observarlos, la inagotable acumulación de pequeños detalles escenográficos (objetos, mapas, habitaciones, vestuario, canciones de amor), el nostálgico cromatismo que emplea para apiadarse de sus entrañables criaturas…
Anderson se recrea, devota, áspera y cariñosamente, con la suerte de sus personajes, haciendo que esa historia adulta, protagonizada por el irresistible deseo de dos seres humanos que acaban de conocer el significado de la palabra amor invierta el orden establecido de las cosas: la pujanza infantil es el perfecto correlato opuesto a la abrumadora y doliente desorientación que padecen los adultos (los padres de Suzie, el jefe del campamento, el comisario de policía). La historia está humedecida por una sana tristeza ambiental, por cuanto que habla, en el fondo, de ese agudo dolor que es el quererse. El amor es un confín al que sólo se puede llegar llevando a tu pureza como equipaje indispensable.
Anderson se ha convertido en un asombroso prestidigitador de sutilezas, armonías y encantos. Su cine tiene esa impagable grandeza de un ventrílocuo con marionetas que es capaz de recrear el mundo entero dentro de la frondosa candidez de su teatrillo ambulante.