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Título: Los Girasoles Ciegos

Año 2008

Duración 95 min.

País España

Director José Luis Cuerda

Guión José Luis Cuerda, Rafael Azcona (Novela: Alberto Méndez)

Música Lucio Godoy

Fotografía Hans Burmann

Reparto Maribel Verdú, Javier Cámara, Raúl Arévalo, Irene Escolar, Martín Rivas, José Ángel Egido, Roger Princep

Productora Sogecine / Produccions A Modiño / E.O.P.C / Producciones Labarouta

Valoración 2.5

Las adaptaciones cinematográficas de eminentes originales literarios corren siempre, prácticamente desde los orígenes del “séptimo arte”, el riesgo de la comparación muchas veces afrentosa. Por lo que atañe a quien esto escribe, tal problemática ya resulta baladí, infecunda, sentenciada. No hay menoscabo alguno en cualquier expresión artística que tenga su origen en un referente perteneciente a otra disciplina desde la cual la primera parte o cobra entidad.

Hecha esta precisión, no podemos por tanto más que mostrar solemne desencanto ante la adaptación al cine del magistral conjunto de relatos que Alberto Méndez aunó bajo el título de LOS GIRASOLES CIEGOS. Sus creadores no han otorgado a su obra la imprescindible autosuficiencia que precisa el film para no quedar preso de una roma operación translativa lastimosamente eludible, clamorosamente timorata. 

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No se trata de plantear su insuficiencia en términos de adaptación incongruente, defectuosa o indigna; el fracaso del film viene larvado en el posicionamiento emocional de un cineasta que aprehende un material escrito reclamador de un desquicio absolutamente apasionado y agónico, que no sólo no estimula sino que sofoca hasta reducir a ceniza vieja. El fuego y la locura que prende Méndez con su palabra lo apaga Cuerda con el jarro de agua helada de sus entumecidos planos, con la leña mojada de una estructura dramática tosca, glacializante, medrosa.

Y es que la historia de este seminarista acuciado por una grave crisis vocacional, que siente de súbito una irresistible atracción por la madre de uno de sus pequeños alumnos, mujer a su vez de un maestro republicano,  oficialmente ajusticiado, y escondido en un habitáculo oculto tras un armario del dormitorio de su casa, parte errada desde su inicio por culpa de una decisión absolutamente nociva, tomada por quienes se sitúan al frente de la desvaída apropiación: la de imbricar en el resultante fílmico dos de los relatos que integran el libro.  

Ambas líneas narrativas, que en el texto de Méndez pertenecen a dos relatos diferentes –el lector advierte su relación, cuando la lectura del segundo está bien avanzada- obligan, al ser refundidas, a que el arranque sea revelador en exceso del secreto crucial sobre el que se va a sostener el clímax dramático, aglutinador de la eficacia desasosegante de la trama principal: la ocultación del esposo. 

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Al espectador cinematográfico se le pone muy pronto en conocimiento de la vicisitud que condicionará el comportamiento del personaje femenino central: la presentación en el hogar de toda la familia desvela de partida la terrible circunstancia encubridora, quedando así cercenada toda la potencialidad intrigante de una narración que convoca después a este elemento medular en calidad de principal secreto. Más aún si tenemos en cuenta que el personaje generador del punto de vista esencial, el joven seminarista, es quien desconoce esta capital información: el espectador hubiera debido acceder a ese entresijo casi al mismo tiempo que quien capitaliza, con su estatus privilegiado de voz predominante en la historia, todo el desarrollo del film. El factor intensivo de una posible intriga queda reducido a postración lineal, plana, mostrencamente conservadora.

Sin embargo, lo más lacerante de la incorporación a esta historia de pasiones pecaminosas y supervivencias clandestinas del hilo narrativo que describe la huida desesperada a Portugal por parte de la hija embarazada y su joven marido, perseguido también por cuestiones ideológicas, es lo insuficiente, lo burdo, lo inútil de su plasmación final en imágenes. La brutalidad de ese espeluznantemente perfecto relato –el primero que aparece en el libro-, certerísimo en cuanto a la cadencia luctuosa de su fiereza agreste y agónica, queda reducida fílmicamente a la categoría de fleco grotesco e impostado, de desvío caprichoso y fatal. 

La imagen proyectada insulta, degradándola, a la palabra impresa; la trampa de su acartonado esquematismo contagia a una realización indigna de alguien que acumula a sus espaldas títulos tan meritorios como EL BOSQUE ANIMADO o EL LAPIZ DEL CARPINTERO. La terrible fuga parece saldada con la tosca simplicidad de un trámite desaforado, con la improvisada fatalidad de un urgente postizo que se estrella contra un tremendismo ininteligible al ser rematado por uno de los planos más desafortunados de nuestro último cine.

Sólo en su último tercio este LOS GIRASOLES CIEGOS fílmico deja atisbar mínimamente la autenticidad cinematográfica que debiera haber sabido forjar desde su primer plano. Esta crónica de la España dura y rota de los años cuarenta, este retrato atormentado e íntimo de la represión moralizante que dictaminó el régimen oficial para atenazar las conciencias de los ciudadanos, este buceo negrísimo por una post-guerra que, pese a la implantación de unos valores católicos ineludibles, renuncio a la piedad y a la clemencia con los vencidos, sólo cobra verdad en su traslado a la gran pantalla, cuando acomete con la virulencia debida el acoso de ese diácono en celo trastornador -un equivocadísimo Raúl Arévalo- a la mujer que le ha desmantelado, sin procurarlo, sin advertirlo, su frágil fe. 

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En ese momento, más que en ningún otro, es en el que LOS GIRASOLES CIEGOS pone de manifiesto sus enorme carencia como melodrama desbordado: el triángulo de convocados a ese fuego evidencia la nulidad de uno de los tres ángulos, el que representa el marido oculto; su configuración no puede ser más infausta, lo derriba una paralización lastimera del todo insustancial, su tortura es de manual lánguido.  Javier Cámara sucumbe patéticamente a la nadería postrada de un personaje mucho más desaparecido que el de su obligado confinamiento en el escondrijo de la alcoba. 

Por fortuna, ese tramo del film se lo apropia por completo el talento hasta entonces acallado de una magnífica actriz; Maribel Verdú impone su torrencialidad dramática de intérprete cuajada, instintiva, veraz, en un pasillo interior con ventanas cerradas, muy largo, que ella transforma en patíbulo, en corredor funesto, recorriéndolo con un grito sobrecogedoramente exclamador de la tragedia que la película no ha hecho otra cosa más que empeñarse en enmudecer, enfrascada en un academicismo de serial televisivo añejo, aturdida por una traslación epidérmica, reprimida, de fuste melifluo. No hay voz, cuando la boca es de cartón-piedra; ni aliento trágico, cuando el alma no existe, porque nadie se ha empeñado en buscarla.

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