Título original: Deadpool
Año: 2016
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Director: Tim Miller
Guión: Rhett Reese, Paul Wernick (Personajes: Rob Liefeld, Fabian Nicieza)
Música: Junkie XL
Fotografía: Ken Seng
Reparto: Ryan Reynolds, Morena Baccarin, Ed Skrein, Gina Carano, T.J. Miller, Rachel Sheen, Brianna Hildebrand, Paul Lazenby, Sean Quan, Ben Wilkinson, Naika Toussaint, Olesia Shewchuk, Kyle Cassie, Style Dayne, Fabiola Colmenero, Stan Lee
Productora: Marvel Enterprises / Marvel Studios / 20th Century Fox
Nota: 6.9
Iba siendo ya hora de tomarse un poco a broma, de limar aspavientos mastodónticos, grandilocuencias extemuadas, festivales de autobombo todopudiente. Marvel, además de evidenciar un obvio agotamiento (LOS VENGADORES: LA VENGANZA DE ULTRÓN), parecía demasiado obsesionada en repetir moldes facturativos para todas y cada una de las franquicias montadas a su histórica costa. DEADPOOL tiene pátina de sano desahogo, de distendida pausa para un chiste, de necesario revulsivo desdramatizador. Lo mejor de su traslación cinematográfica lo cuaja el desprejuicio con el que tanto director como guionistas han sabido respetar el vitriolo autoparódico inherente a la criatura gestada en cómic por Stan Lee.
Desde sus más que significativos títulos de crédito hasta su misma escena de clausura, al contrario de lo referido a su productora, la única palmaria obsesión que define la razón de ser de DEADPOOL es la concreción de un personaje que, por sí sólo, se basta y se sobra para cuestionar el (ya demasiado asumido como referente canónico) héroe oscuro inmortalizado por Nolan en su trilogía BATMAN, llevándose por delante, de paso, a toda la pátina de incuestionados superhéroes a los que la Marvel ha dado la licencia para saltar a la gran pantalla. DEADPOOL, el film, en ese sentido, es la (casi) modélica adaptación cinematográfica de un nacido para faltarse, para cuestionar la sempiterna nobleza de intenciones, para llevarse por delante la intachable cortesía de lo modélico, para, en definitiva, sudarle la polla su ínclita condición de superhéroe.
Si no es, por desgracia, la gran obra que podría haber sido, es porque el afán por mimar el desprejuicio desde el que está asumida la potente figura central resulta a todas luces desmedido. No porque el resultado de ese milimétrico cuidado para con la naturaleza endiabladamente gamberra del protagonista sea errado. No, ni muchísimo menos. Sino porque la extrema y precisa pincelación de éste corre pareja, primero, a una total despreocupación del resto de personajes (quedándose todos, menos dos honrosas excepciones, convertidos en mera comparsa sin interés); y, segundo, a un notorio conformismo inconsistente, en lo que se refiere a la trama urdida para emplazar el itinerario del superhéroe.
El entramado argumental es, en el fondo, pacato, lineal, chusco, mucho más propio de una película de Steven Segal que de la mínima complejidad narrativa exigida, demandada descaradamente por la chisposa caracterización de aquel. En otras palabras, la parte principal, atractivísima, descacharrante, intachable en su traslación, concluye siendo nocivamente superior a la inconsistente globalidad del producto en el que ha sido incluida. El cirucuito no es capaz jamáz de jamás de prestar las bondades requeridas por las características del vehículo convocado para lucirse.
Eso sí, una vez dicho esto, no cabe otra cosa sino saludar el resultado final del producto en tanto que operación gestada al servicio de una naturaleza sorpresiva, dinamitadora, brillante, lenguaraz y grosera como la acumulada en el personaje interpretado por un Ryan Reynolds, sencillamente antológico. El protagonista de BURIED no sólo hace que nos olvidemos de su nefasta participación en aquel bodrio llamado LINTERNA VERDE, sino que se postula como intérprete ideal de tan vertiginosa criatura. Reynolds sitúa su prestación en el límite exacto del amarre y la explicitud, esto es, permitiendo que la sorna vengativa, la desfachatez escatológica y la zafiedad sexual con la que está ágilmente vitaminada la indómita metralla verbal acoplada a su personaje luzcan con todo su ordinario esplendor sin que esta fértil amalgama de arrolladoras e insanas provacaciones se apodere de la precisión irónica e iconoclasta desde la que está gestado.
DEADPOOL, en definitiva, acaba resultando una anodina película de acción, pero una tronchante comedia de superhéroes. Resultaría asaz injusto que se despachara en su injusto término la potencialidad de la brutal magnitud cómica anidada en su interior, sobre todo, en los duelos verbales que impone la cínica, verdulera, machorra y sinvergüenza socarronería que chorrrea el protagonista, cuando increpa frontalmente a la cámara, cuando se las tiene que ver con un enemigo, o, sobre todo, cuando comparte escena con las otras dos grandes estrellas de la función: su colega del pub y la abuela ciega que le da cobijo. Diversión, desenfado, mala baba, guarrerío e inteligencia de réplicas, todos ellos hábilmente agitados en un cocktail tan insuficiente como descojonante. No es mucho. Pero, ni mucho menos, poco.